Mi niñez es una ciudad fantasma y al verme en fotografías de niña, me cuesta concebir que la pequeña que me sonríe soy yo.
No la recuerdo.
Es decir, sé que existió; sé cuáles eran sus series preferidas, sus juguetes y colores favoritos, pero por más que lo intente no recuerdo ser ella. No recuerdo su voz o su llanto, mucho menos su risa.
Solo recuerdo sus miedos. Estar sola nunca fue uno de ellos. Aprendió a estarlo hasta que un día ya no lo estuvo más porque su hermana nació. Sin embargo, un nuevo miedo apareció. Dejar a su hermana sola.
Es extraño. A veces me encuentro buscando a esa chiquilla de sonrisa tímida y ojos grandes frente al espejo y no la veo. Se esconde entre mis costillas y yo lo único que quiero decirle es te quiero. Te encontré.
Nunca lo digo.
Entonces, en un día como cualquier otro, te duchas y te preparas para comenzar tu día. Tu playlist suena de fondo. Escuchas esa canción y, de pronto, la chiquilla de la fotografía aparece. Sin previo aviso, toma el mando de tu cuerpo. Se observa las manos y las ve hermosas. Se mira al espejo y cree que tus estrías son besos. No puede creer que por fin te hayas cortado el cabello. Admira tus orejas, están llenas de aretes.
Tu niña interior abre tu boca y ríe. Corre a ver tu ropa y la estudia. Corre a recorrer tu casa y no puede creer que tanta libertad la habite.
Ahí, en medio de la sala, baila. Siente en el pecho algo cálido. Una sensación de seguridad que no recuerda haber experimentado nunca. Algo pica en su garganta, te toca los labios con las yemas de los dedos y siente la necesidad de hablar.
Recuerda que ella nunca habló mucho. Era callada y tímida, pero ahora necesita hablar. En tu cuerpo, un incendio sube por tu cuello y hablas. Ella, perpleja, escucha tu voz. Nunca ha escuchado algo tan enigmático. Nunca pensó escucharse a si misma tan interesante. Tan adulta.
Tu versión actual, adulta, está ahora encerrada al fondo de tus costillas y no puedes creer el lugar tan diminuto en el que vive tu niña interior.
Una habitación de paredes grises. Una cama sin respaldo. Una ventana que da a tu corazón y una mesita de noche, sobre ella una fotografía. Una fotografía de ti. Una fotografía de ella. Sonríes con los cachetes inflados. La ves. Piensas en lo valiente que es y lo poco que se lo has dicho.
Lloras y no puedes dejar de hacerlo porque ahora eres consciente de algo: has encerrado y sepultado a tu niña interior en la oscuridad, sin pensar en lo sola o temerosa que ha de sentirse.
Tu niña interior, en tu cuerpo, se para frente al espejo. Tu versión adulta, observa la fotografía entre sus manos. Ambas se miran. Tu niña interior te sonríe. Estoy orgullosa de ti, dice. Le devuelves el gesto. No pienso olvidarme de ti, tú y yo somos una, le prometes.
Ella te ve, con sus ojos de gato, te perdona.
Es extraño, piensas. Ella tan diminuta no sabe lo capaz y amada que es.
Te das cuenta que, quizás al final, no recuerdas a tu niña interior porque solo se recuerda al pasado y ella, ella aún está viva. Lo sabes ahora.
Mientras vivas ella también lo hará.
Eres todo lo que tu niña interior quería ser de adulta y ese es tu mayor logro.
A mi niña interior:
El amor te va a encontrar siempre y cuando no lo sientas, solo voltea a verte a ti.
Te necesitas a ti. Te amo.
Con amor, Blanca.
simplemente hermoso
hermoso, me emocionó, que olvidados tenemos a veces lo que fuimos o lo que éramos