Ahí estás.
Cubierta de una sangre que no es tuya. El monstruo ha salido de ti, de nuevo, y frente al espejo tus ojos de humano odian lo que ven.
Has lastimado. Has arañado la confianza del otro. Has urgado en vulnerabilidades ajenas. Has mentido a otros ojos humanos porque, aunque no lo quieras admitir, a veces disfrutas del poder.
Tu monstruosidad te brota, podrida de entre las encías, en la envidia que te conduce a hablar mal del otro. A veces, te dices que el sufrimiento es parte de ser humano y luego, muy en el fondo, sonríes porque al menos no eres tú quien sufre.
Tu monstruosidad es viscosa y se escurre de tu cuerpo cuando recibes el corazón de alguien en tu mano. Ves a los ojos a esa persona y, sabiendo que no le amas, le recibes. Aceptas su corazón porque puedes. Como quién creyéndose Dios acepta a un cordero para el sacrificio.
Y lo disfrutas. Disfrutas sentirte necesitado y adorado por unas manos que se tienden a tu merced. Disfrutas saber que de un mordisco puedes devorar el corazón de ese otro que, con ojos de humano, confió en ti.
Tu monstruosidad se esconde en las veces que decidiste voltear el rostro ante alguien sufriendo, ante alguien doliendo. Solo porque no era tu problema.
Ahí estás, frente al espejo y no puedes huir de tu sangre. Ni de aquella ajena que te cubre el cuerpo ni de esa otra que te corre por las venas.
Monstruo, te dices.
Pero el monstruo que sale de entre tus costillas no solo lastima al otro. En ocasiones, te lastima a ti.
Tu monstruosidad te muerde las mejillas para que calles. Tu monstruosidad te araña el cuerpo y te corta las piernas para que no llegues lejos. Tu monstruosidad te dice que no hay forma de escapar de ella. Entonces, le crees.
Hubo una vez, hace mucho tiempo, que la monstruosidad le pertenecía a alguien más. Quizás, te enseñaron a ser monstruo.
¿En cuántas ocasiones lo has sido en la historia del otro?
¿En cuántas ocasiones te has convencido que es lo único que puedes ser?
¿En cuántas ocasiones te has convencido que no lo has sido?
Ahí estás. Debajo de tu piel, el humano despierta y llora.
Tu humanidad tiene miedo a reconocer que el monstruo habita tu mismo cuerpo, pero tu humanidad nunca deja de luchar. Ni siquiera por un instante ni ahora que, frente al espejo, te reconoces también como monstruo.
Te recuerdas entonces que tu humanidad florece, de entre tus dientes, cuando reconoces al otro y pronuncias su nombre como quién reconoce a la vida misma. Como diciendo te veo y espero que tú también me veas a mí.
Tu humanidad baila, en el centro de tu estómago, cuando dejas vivir a tu risa. Cuando besas a la ansiedad que habita tus tripas. Cuando acaricias al dolor que llora como un animal herido.
Humano, te nombras.
Y lo disfrutas. Disfrutas observarte tan magullado por la vida porque eso significa que sigues vivo. Después de todo. Después, incluso, de aceptarte monstruo.
Ahí estás. De nuevo. Humano y monstruo se observan en el espejo.
Ya no huyes del monstruo. Ahora le reconoces porque es la única manera de domesticarle.
Ya no minimizas al humano. Ahora ves su imperfección, su ternura, bondad y te das cuenta que solo anhela ser visto.
Quizás el monstruo que lastima y daña también es un animal herido. Quizás el humano solo se siente solo.
Humano y monstruo se ven.
Ahí están.
Te lo recuerdas de nuevo: “Aceptar tu monstruosidad es aceptar tu humanidad”.
Este texto nace como una exploración a uno de mis textos anteriores: Siempre devoramos a quien amamos. La dicotomía del ser humano es uno de los temas que más me intrigan y también uno de los que más me asustan. Así que aquí va.
Siempre amo leer tus pensamientos y sentires en los comentarios.
Con amor, Blanca.
Me encanta tu capacidad de plasmar la dualidad entre la oscuridad y la luz que hay en el ser humano. Y cómo tienes que aceptarlas y hacer que lleguen a un equilibrio para poder llegar a tu propia aceptación. Gracias por compartir.
Wow, voy a reconsiderar el rumbo de mi vida jsjsj
Este texto me recuerda al reconocimiento de la sombra propuesto por Carl Gustav Jung.
Entender la propia humanidad implica el estudio de aquello que negamos a partir de su origen: proyecciones externas, ya sea de un otro o de una estructura aprehendida; pero no se queda allí, también este reconocimiento implica la integración de dicha sombra, sacarla de debajo de la cama dónde las sombras se vuelven más grandes y transformarla en un espejo consciente que nos habla y nutre nuestra propia condición humana.