Estás sentada en el suelo de tu baño y solo quieres que el dolor cese. Quieres vomitar al dolor. Hacerlo añicos entre tus manos. Escupirle, si hace falta. Ahogarlo así como él te ahoga a ti.
Para, por favor.
Te has acostumbrado a vivir con el dolor. Como un zumbido te cruje los oídos. Como un vacío te rellena los huecos. Piensas que quizás naciste doliendo porque no recuerdas un momento en que la vida se sintiera ligera. Eso pasa cuando naces siendo adulta, te dices. Un niño que es obligado a ser adulto pierde la inocencia de la vida. Aprende, por sobrevivencia, a nunca aferrarse a su fe. Aprende a hacerse bolita en una esquina de su cama y llorar bajo el edredón. Aprende a ser niño solo en la penumbra de su cuarto. Afuera el mundo es cruel y el niño que nace adulto, lo sabe.
Para, por favor.
Estás escondida bajo tu sábana y solo quieres que el dolor cese. La piel te hormiguea y tus manos tiemblan. Te cuesta respirar y te abrazas para calmar tu respiración, pero tu pulso retumba en tus oídos y solo quieres que se calle. Cállate, por favor. Quieres que te sostengan, pero estás sola. Quieres que te abracen, pero sabes que no te lo has ganado. El amor se gana, te recuerdas. Lloras, entonces. El dolor se construye debajo de tus uñas y estruja tu garganta.
Para, por favor.
Estás en medio de una fiesta y solo quieres que el dolor pare. Un agujero negro te crece del pecho y los colibríes de tu estómago han sido devorados por el vacío. Bebes y bailas, pero el dolor no cesa. Bebes más y bailas más, pero el agujero solo crece. Sonríes, entonces. Escondes al dolor al fondo de tus ojos. Quizás de esa manera no verás tu tristeza cuando te veas en el espejo.
Para, por favor.
Estás en la mesa frente a tu plato y solo quieres que el dolor se detenga. Así que no comes. Te castigas. Castigas a tu cuerpo. Castigas a tu hambre. Si el dolor no para quizás hay que alimentarlo con combustible hasta que crezca y te devore. Hasta que te consuma la carne. Hasta que no quede nada de ti. Hay muchas formas de lastimar un cuerpo, te dices, y no todas involucran la muerte.
Para, por favor.
Pero no quieres parar porque ya no sabes vivir sin el dolor.
Pero no puedes parar porque no sabes quién eres fuera del dolor.
Te das cuenta, entonces, que en todos estos años nunca has nombrado la causa de tu dolor. Quieres que el dolor se detenga, pero no haces nada para contenerlo. Sabes lo que duele, pero no te atreves a decirlo en voz alta porque si lo haces todo será verdad.
Será verdad que te fallaron.
Será verdad que ahora no confías en los hombres por él.
Será verdad que ahora no confías en nadie.
Será verdad que no confías ni siquiera en ti misma.
Será verdad que el dolor te convirtió en alguien que no reconoces en el espejo.
y es verdad. Es verdad.
Nombrar al dolor para sanarlo
Siempre se habla de sentir demasiado, pero hay un lado que se deja en las sombras: las personas, como yo, sienten con cada poro; así como puedo amar como si mis pulmones dependieran de ello, también puedo doler con igual intensidad.
Todos hemos experimentado dolor. Físico, emocional, espiritual; puede surgir de una pérdida, una traición, una ausencia o incluso de un vacío inexplicable. Todos hemos deseado que el dolor se detenga mientras abrazamos nuestras piernas en el pecho, nos escondemos en la seguridad de la cama o callamos el dolor en el baño.
El dolor es un recordatorio de que estamos vivos, pero cuando el dolor se censura, se tira al fondo del cajón y no se escucha, nos come enteros. Cuando el dolor no se nombra, en el silencio o desde el ruido, se encarna cual astilla en nuestro cuerpo. He ahí la complejidad del dolor, la astilla se enrosca y se empuja en nuestra carne hasta que llega un punto donde ya no podemos verla. Es una con nosotros, pero sigue pulsando. Aunque no la veamos sigue ardiendo, quemando y doliendo como un recordatorio de que el dolor sigue ahí. Siempre ha estado ahí.
Ahí viene lo complejo: podemos crecer con el dolor. Podemos crear una vida incluso con la incomodidad de la astilla en la piel, pero tarde o temprano el dolor infecta todo lo que toca. Claro que podemos avanzar en la vida y pretender que nada duele, pero entonces, un día te levantas y volteas a ver el lugar donde la astilla pulsa y notas que de la zona emana pus. El dolor a comenzado a infectarte. A lastimar tu cuerpo, tomar decisiones por ti y a dañar lo que te rodea.
Por eso, nombrar al dolor es el primer paso para liberarse de él. Sin nombre, el dolor se vuelve un monstruo informe que nos gobierna desde la oscuridad. Pero cuando se le nombra —cuando se dice "esto es tristeza", "esto es abandono", "esto es rabia", "esto me dolió"—, el dolor deja de ser un enemigo invisible y se convierte en un visitante reconocible. Quizás incómodo, sí, pero también humano. Nombrarlo es mirarlo de frente y decirle: "Sé que estás aquí. Te veo".
Esto puede sonar como una idea romántica, pero en realidad tiene bases en la ciencia. Según Lieberman y Eisenberger (2007) en el estudio Putting Feelings Into Words “etiquetar verbalmente una emoción (por ejemplo, decir “me siento enojado”) reduce la activación de la amígdala —región cerebral asociada al miedo y la reactividad emocional— y aumenta la actividad en la corteza prefrontal ventrolateral, asociada a la regulación emocional y el pensamiento racional”. Es decir, nombrar las emociones ayuda a desactivarlas y a procesarlas con mayor claridad cognitiva.
La escritura, en especial, es una de las formas más potentes de nombrar el dolor. Cuando escribimos damos forma a lo deforme y espacio a aquello que nos avergüenza, persigue o duele. Las palabras se convierten en un contenedor, un cuerpo para lo intangible. A veces, lo que no pudimos decir en voz alta se nos revela sobre la página.
Tenía 10 años la primera vez que escribí porque sentí que si no lo hacía, mis sentimientos me comerían viva. Fue la primera ocasión en la que pude ordenar todo el desorden que sentía. La escritura permite desahogar, ordenar, entender. Nombramos para no olvidar, pero también para resignificar.
En una sociedad que nos enseña a, continuamente, censurar lo que sentimos, el acto de nombrar también es un acto político. En sociedades que invalidan ciertos dolores —el de las mujeres, de los pobres, de los cuerpos no normativos, de las infancias vulneradas—, ponerle nombre al dolor es también reclamar su existencia y su derecho a ser escuchado. Nombrar al dolor es decir: "esto que me duele no es una exageración, no es debilidad. Es real y merece mi atención".
Lo cual nos dirige a otra realidad: nombrar al dolor no lo borra, solo hace su existencia más llevadera. Nos permite tender puentes: entre lo que sentimos y lo que entendemos; entre lo que vivimos y lo que otros también han vivido. Nombrando al dolor nos hacemos conscientes de que no somos los únicos que dolemos. Que hay otras personas, que como nosotros, también han vivido esto.
Por tanto, nombrar es compartir la herida y en esa compañía, algo se alivia. La astilla deja de pulsar tanto. Por otro lado, sanar no siempre es olvidar. A veces es recordar de otro modo. A veces es mirar la herida teniendo la certeza de que todo lo que se puede nombrar, también se puede transformar.
Escribir al dolor
Hay muchas formas de escribir al dolor y una de ellas es desde la introspección creativa y la comunidad. Eso hacemos en el club de escritura, nos dedicamos cada mes a desenredar al dolor para poder nombrarlo, ya sea en voz baja o a gritos. Cada una decide qué necesita para escribir y sobretodo cada una decide hasta dónde está dispuesta a indagar en la herida.
Este junio, en el club de escritura “Un jardín propio”, vamos a explorar el poder de nombrar el dolor a través de la poesía epistolar. Bajo el tema “Carta al padre”, crearemos un refugio seguro para escribirle al silencio, a la ausencia, a la herida, al amor o al conflicto. No hace falta ser poeta, solo tener el deseo de mirar hacia adentro y traducirlo en palabras.
Nos encontraremos en talleres virtuales, compartiremos textos, recibiremos retroalimentación amorosa y, sobre todo, nos acompañaremos. Porque escribir en comunidad también es sanar.






Si aún no estás convencida…
Aquí está el testimonio de Erika Bueno, quien ha sido parte del club por más de 6 meses:
“Me daba muchísimo miedo ser vista en mi vulnerabilidad. Sentía que lo que escribía nunca podría llegar a ser algo lo suficientemente bueno y me sentía muy sola en el proceso. El club es de lo mejor que me ha pasado real, es un espacio donde me siento vista y acompañada, pero jamás juzgada. La retroalimentación de Blanca es siempre tan maravillosa, llena de amor y a la vez tan objetiva. Siento que he logrado mejorar no solo en mi escritura sino en abrirme al mundo y he encontrado una voz con la que me siento cómoda”.
“Si estás dudando en si unirte al club o no, no lo pienses más. Es algo súper transformador. Lo vas a disfrutar muchísimo. Encontrar mujeres que aman escribir y acompañarse en el proceso es sanador. Aparte nos la pasamos increíble en cada actividad del mes. De verdad que no te vas a arrepentir”.
Erika, acaba de lanzar su proyecto de escritura Rebeldía poética y puedes leerla aquí en Substack. Si también quieres escribir, nombrar y transformar lo incómodo y doloroso, el club te está esperando.
Si tienes preguntas sobre el club de escritura, envíame un mensaje en Substack, en Instagram o responde este correo con tus dudas. Si quieres compartirme qué te pareció la carta de hoy, cuéntamelo en los comentarios.
Con amor, Blanca.
Wow! Me encantó es la primera vez que leo algo de tu pertenencia y quedé encantado🫶
Es hermoso, me sentí identificada, que sensibilidad para plasmarlo 💕